Por Alejandro Horowicz
La fórmula política más exitosa reza así: en 1976 comienza una dictadura militar que culmina en 1983. Tajante, aparentemente precisa, indiscutida, contiene una simplificación interesada que hace desaparecer a los beneficiarios civiles de la “dictadura militar”, además de cortar el vínculo entre esa política de clase y las que se continuaron a partir de diciembre de 1983. De un lado la dictadura, del otro la democracia; como si entre ambos ordenamientos no mediaran intereses compartidos, como si el bloque de clases dominantes también fuera una víctima de la autocracia militar y no su principal beneficiario.
Este “error” obtiene el máximo impacto propagandístico en el prólogo al Nunca Mas, informe de la Conadep, texto inspirado por Ernesto Sabato. La teoría de los dos demonios no sólo quita toda responsabilidad a la compacta mayoría que respaldó la dictadura burguesa terrorista unificada, volviendo incomprensible la historia nacional. Sólo la locura irracional (los dos demonios) mueve los hilos de la trama. Los grupos que constituyen el “nuevo poder económico”, las empresas que se beneficiaron, quedan envueltas en un conveniente cono de sombras, igual que la sanguinolenta historia de Papel Prensa.
Las consecuencias todavía se sienten: la dictadura militar –se dice– habría contado con unos pocos civiles; y estos “colaboracionistas intelectuales” habrían integrado en buena medida la redacción del diario Convicción, dirigido por Hugo Ezequiel Lezama. Y Lezama, personalmente vinculado a Eduardo Emilio Massera y a la Marina, habría dirigido entonces el único diario procesista; los demás habrían soportado con más o menos hidalguía el terror dictatorial. En el peor de los casos habrían callado, y allí terminaría toda la cuestión. Es tiempo de poner fin a tan lamentable e interesada fábula.
Las condiciones de producción
A mediados de 1978 Mariano Montemayor me recibió en su casa de la calle Sánchez de Bustamante, enfrente del CEMIC. Abogado y periodista de estrecha vinculación con Rogelio Frigerio, había dirigido un semanario de efímera existencia e inequívoca orientación, en el que colaboré casi clandestinamente. Como muchos periodistas incorporados a la actividad durante el ’72, yo había disfrutado del renacimiento democrático del ’73. Diversos tonos de izquierda recorrían ese firmamento, incluso los diarios tradicionales fueron sacudidos por el vendaval militante. Y los integrantes de las nuevas comisiones internas lucían la nueva orientación. Es que la batalla cultural había arrojado vencedores y vencidos, el liberalismo fue la corriente derrotada, y yo –como la mayoría de mi generación– militaba en el otro bando.
En 1978 las patronales nos miraban con extrema desconfianza, y Montemayor lo sabía. Clarín había aprovechado los últimos estertores del gobierno de Isabel Martínez de Perón para echar dos terceras partes de su redacción; la sección Economía quedó prácticamente desmantelada. Entonces encontraron un mecanismo eficaz: tercerizar la actividad. Osvaldo Trocca, que fuera secretario general de redacción de Clarín, economista y cuadro orgánico del desarrollismo, se hizo cargo de aportar desde afuera del diario los insumos periodísticos requeridos. Una larga lista de “impresentables”, entre los que me contaba, que no serían admitidos en ninguna redacción por su militancia política, escribía el suplemento económico –64 páginas, con los avisos más caros del diario– y aportaba la crítica sistemática a la política económica de José Alfredo Martínez de Hoz.
Trabajábamos en condiciones semidignas –sin ningún beneficio social, amparados en el parapeto desarrollista– escribiendo contra una política económica que detestábamos. Ernesto Ekaiser, Alberto Guillis, Julio Sevares, el Bocha Martínez Quijano y muchos más aprovechamos esa pequeña hendijita.
Mariano Montemayor había recibido de la Trocca News, como divertidamente la llamábamos, trabajos de mi autoría que le habían gustado. Entonces, en su casa me contó el proyecto Convicción, sin aclarar que era un diario de la Marina. Montemayor sería el editor de Política Internacional, Ricardo Cámara –un ex Panorama– su escudero y Edgardo Arrivillaga y yo redactores rasos. Eso sí, Montemayor aclaró que yo no firmaría ningún artículo. Ninguna novedad, para Clarín tampoco firmaba nada, y no era necesario preguntar por qué.
El diario arrancó trabajosamente, los integrantes de la sección Política, comandados por Gustavo Levene, tenían la misma idoneidad que su jefe. Y esa fue la primera crisis; por eso Cámara pasa de secretario de Internacionales a editor de Nacionales, y suma al equipo a Gerardo Heidel y Charly Fernández. Como desde la gráfica hasta el modelo periodístico Convicción copiaba a La Opinión de Jacobo Timerman, necesitaba periodistas que de ningún modo comulgaban con la dictadura de los tres comandantes. Lezama lo entendió, y actuó en consecuencia.
Alberto Guillis se hizo cargo de Economía, y la sección Cultura –encabezada por Ernesto Schoo, sumada desde el arranque– daba el piné propuesto. La banda de Ernesto venía en bloque de La Opinión. Como Timerman ya estaba preso, y el general Teófilo Goyret, interventor de La Opinión, buscaba “zurdos” en los placares, Convicción resultaba un oasis provisorio.
Todos los diarios militaban fervientemente en las filas de la dictadura burguesa terrorista. La lectura de las tapas basta para comprobarlo. Defendían el “gobierno de unidad nacional”, junto a todas las fuerzas del arco parlamentario, incluido el Partido Comunista. No era una dictadura militar, sino cívico militar, y representaba punto por punto al bloque de clases dominantes.
Una única discusión era admitida a regañadientes: el programa económico. Los diarios defendían al gobierno en bloque: tres lo hacían a su modo: Convicción y Clarín criticaban la política económica del Joe, y Buenos Aires Herald, dirigido por Robert Cox, se permitía un hecho extraordinario: dar a conocer algunas violaciones de los derechos humanos, mientras sostenía el liberalismo económico de Martínez de Hoz.
La oposición tolerada
La segunda crisis en Convicción se produce con la llegada de Edgardo Arrivillaga al cargo de editor de Política Nacional. Oficial del Ejército dado de baja durante el onganiato, vinculado al proyecto político de Masera, intenta respaldarse en la resistencia a la política económica liberal, y de ese modo golpear al Ejército. Había sido corresponsal en Italia, dejando libre la secretaría de Política Internacional, y por eso Montemayor me nombró en su reemplazo. Corría el mes de marzo del ’79, y recién entonces pude firmar.
Arrivillaga imprimió velocidad periodística a un diario que en la página central copiaba los monótonos discursos de los tres comandantes. Hasta que estalló el conflicto entre Arrivillaga y Lezama; entre Masera y la Marina, y el director lo hizo descarrilar para retomar los piolines. Ergo, Convicción tuvo tres tiempos: primero, primacía de las garantías ideológicas en la sección política. Segundo, el fugaz intento de asegurar un producto de mayor calidad periodística. Y tercero, una suerte de impasse hasta Malvinas. Para ese entonces, yo ya no trabajaba en Convicción.
El reacomodamiento de la segunda crisis nos permitió disfrutar de un curioso bill de indemnidad. Lo aprovechamos; desde Convicción se reorganizó la actividad sindical del gremio, no era poco. Sin embargo, no es ese el recuerdo instalado. ¿El motivo? Simple, al sobreimprimir la salvaje represión de la Marina (la ESMA) con el diario, una cosa se volvió la otra. En la simplificación liberal una sociedad aterrada soportó una dictadura militar y las FF.AA. pasaron a ser los únicos culpables; se omitía un pequeño detalle: sólo fueron el instrumento con que la dictadura burguesa terrorista ejecutó su terrible programa. Y los trabajadores de Convicción, al igual que los trabajadores de los demás medios, deben ser considerados por lo que publicaron con su firma. Todo lo demás, al igual que hoy, pasa por la responsabilidad editorial.
Con motivo de la muerte de Massera, Daniel Muchnick publicó en Perfil sus recuerdos de Convicción. Comparto su relato. A diferencia suya, la única vez que yo vi al Almirante Cero fue en la redacción, a pocos días de la salida del diario a la calle, en un impersonal contacto colectivo, y no intercambiamos palabra. Montemayor jamás me comento charla alguna con Massera, salvo la relación profesional y política de su hermano Pedro, por ese entonces capitán de navío. No estoy diciendo que su presencia no se sintiera, sino que desde donde yo trabajaba no resultaba particularmente visible.
Escuché de boca del propio Lezama comentarios laudatorios y risueños sobre su siniestra persona, en el más completo de los silencios. No era prudente mentar su nombre, y mucho menos chacotear sobre la biografía de semejante personaje. Nadie lo ignoraba. Pero fuera de esos momentos de gélida circunspección, el clima de trabajo era casi cordial.
El director, que presumía de caballero de la vieja escuela, más preocupado por el estilo que por los fondos de su chequera, aceptaba deportivamente nuestras “pequeñas diferencias”. Gorila de pelo en pecho, imaginaba un mundo donde los conflictos se dirimían mediante chascarrillos entre iguales. Como la política era otra cosa, y se hacía cargo, toleraba sin inconvenientes su sanguinolenta realidad, ya que sólo se trataba de volver a “embarazar la historia”. Tenía una amable liviandad donde lo trágico se desvanecía tras la música sincopada de las palabras. Acompañó a Massera hasta su agónico final político, el Juicio a las Juntas, y de su pluma surgió el cínico alegato donde con una mano el almirante se hacía responsable de todo, y con la otra no se hacía cargo de nada. Lezama, en síntesis, fue el responsable intelectual y político de Convicción, y Convicción fue el diario de la Marina, es decir, un diario que formaba parte de un sistema informativo destinado a sostener la política de la dictadura burguesa terrorista.
Aquí, publicación original de este artículo.
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Por Alicia Dujovne Ortiz
El comienzo del fin, al menos en lo que me concierne, tiene lugar un día de 1977 cuando el gobierno militar interviene el diario La Opinión. Su director, Jacobo Timerman, está secuestrado quién sabe adónde y su jefe de redacción, Sajón, ha muerto en la tortura. Una tarde llego al diario (soy redactora del Suplemento Cultural) y me clavo en mi sitio, parpadeando: hay tanques del Ejército rodeando el edificio. ¿Tanto despliegue por nosotros? Qué exagerados. No bien entro, mis compañeros de la redacción, o lo que queda de ellos (los efectivos aparecen raleados por causas varias, renuncia, muerte violenta, desaparición forzosa), me cuentan que el interventor es un general de nombre Goyret. La reacción alérgica no se hace esperar: de repente los ojos se me ponen como dos huevos duros. Le pido permiso al uniformado de la puerta para irme a casa y andando reflexiono: “Esto se acabó, hay que subirse a un avión y rajarse lo más pronto posible. A París”, agrego esperanzada, como si el hecho de no contar con medios suficientes como para llegar ni a Chascomús fuera un dato olvidable.
Tiempo después, ya en 1978 y bajo el mando de otro interventor militar, un alemanote llamado Ferman que nos hace escribir a paso de ganso, un colega me anuncia que el cierre de La Opinión ya tiene fecha y que Hugo Ezequiel Lezama, el director de Convicción, nuevo periódico que pronto estará en la calle, intenta reclutar a algunos redactores del diario de Timerman, entre los que me cuento. Todos sabemos quién se oculta detrás de esta campaña de seducción que incluye la de quedarse con nuestras despelusadas plumas, pero también con nuestros lectores: Massera. El almirante acaricia sueños grandiosos. Políticamente quiere ser el nuevo Perón y periodísticamente el nuevo Timerman. Hasta tal punto lo sabemos, que al nuevo diario lo hemos apodado “Il Corriere della Massera”. “Qué lástima, no voy a poder –le contesto como con pena– porque me estoy por ir. A Europa.” La respuesta es tajante: “Hugo Ezequiel te espera en su casa tal día y a tal hora. Yo que vos no faltaba”.
De modo pues que, recordando la frase de mi abuela, “el miedo no es sonso”, me visto y voy. Avenida del Libertador, policía en la puerta, amansadora en un living con una gigantesca reproducción de la fragata Sarmiento y, distribuidas por los sillones como al desgaire, armas. Un gordo entra en la habitación, señala divertido el armamento y dice: “Disculpe, los muchachos se olvidaron unas cositas”. Después se instala bajo un enorme crucifijo clavado en la pared, consulta un papel invisible, escondido entre el escritorio y la barriga, y arranca suavecito: “Yo a usted la quiero para el diario, me gusta cómo escribe, mire, ya tengo el organigrama completo con su nombre –me muestra un gran cartón con cuadrados llenos de nombres donde, efectivamente, figura el mío–, usted va a ser reportera estrella, me va a cubrir tanto una presentación de un libro como un partido de rugby. Pero –nueva mirada al papel depositado en su abdomen– su situación está muy encarajinada, m’hija. Acá tengo su ficha del Servicio de Inteligencia, usted me ha publicado unos cuantos libros comunistas, La mujer en la novela rusa, cosas así. Después parece que se calmó, sus rastros se me pierden en 1958, ahora tan zurda ya no parece”. “Servicio de Boludez será –me le encocoro–. Ese libro salió el año de mi nacimiento, ¿usted me cree tan precoz? La autora es mi mamá, Alicia Ortiz.”
Lezama admite su error. Sin embargo persiste: “Bueno, voy a hacer arreglar su ficha pero, igual. Parece que usted anda medio amiga con los yugoslavos de la embajada, ¿piensa viajar a Yugoslavia?”. “Y, sí, eso pensaba, me interesa la autogest…” “Entonces a la Argentina no vuelve, m’hija. Hágame caso que papito sabe, si se va a Yugoslavia usted acá no vuelve a pisar. ¿Tanto le gustan las embajadas?, yo le puedo presentar a unos diplomáticos norteamericanos, si quiere, créame que le conviene más.” Sigue mirando la ficha. “¿Es judía? Bueno, no importa, yo no tengo problema. ¿Tiene una hija? Espero que sea de su marido.” El interrogatorio prosigue dentro del mismo estilo, hasta la frase final: “Ojo que el puesto es para usted, acá la espero, después no me venga con macanas, mire que yo soy muy bueno pero…”. Estoy por tomar el ascensor cuando, a manera de adiós, vuelve a asomarse y me grita: “Y usted, de todo esto, en La Opinión muzzarella, ¿eh?, no sé si queda claro”. En el espejo me veo de un violeta subido. Pienso que si para conchabarme de reportera estrella me trata así, qué sería si me metiera presa.
En La Opinión me esperan con ansias para conocer el resultado del encuentro. Varios otros colegas están citados, no todos. El organigrama es selectivo, Lezama tiene sus gustos. Se rumorea que es un esteta, tiene un pasado poético, una vez fue al puerto a recibir a Juan Ramón Jiménez que venía de Nueva York, gritando a voz en cuello junto con otros poetas “¡Juan Ramón, Juan Ramón!”. Sin dudarlo un instante e ignorando sus momentos gloriosos desobedezco sus órdenes y bato todo. No se me olvida nada, las armas, el crucifijo, la Inteligencia, Belgrado, papito sabe, y la judía, y la hija, y muzzarella, especialmente muzzarella. Todos palidecen, unos dudan, cavilan, varios agachan la cabeza, el trabajo no abunda, tras el cierre de La Opinión nos quedamos en la calle, si eligiéramos a nuestros patrones nos moriríamos de hambre. El único que reacciona con ardor es Danilo Manzini, tan gordo como el otro pero él simpatiquísimo. Se pone del mismo color que me observé en el espejo del ascensor y vocifera: “Yo nunca trabajé para los fachos y no voy a empezar ahora”.
Antes de irme a París con mi hija de trece años, dos valijas y los 2000 francos de la bequita francesa (los dos boletos de ida sola me los regala de su bolsillo el periodista Emilio Perina), me llegan ecos de la reacción de Lezama al enterarse de que he desoído su admonición quesera. El colega de marras me desliza: “Está furioso porque te deschavaste, es cierto que con vos se le fue la mano, pero no es ésa la imagen que quiere dar, y su jefe tampoco”. Le respondo que si Massera y los suyos pretenden seducirnos, agarrarse a la intelectualidad progre y mostrar guante blanco, deberían tomar lecciones de urbanidad y buenas maneras con el conde Chicov.
Pasan los años o los siglos, no sé, en el extranjero se pierde la medida del tiempo, y un día inicio una investigación con vistas a una novela, uno de cuyos personajes es Alberto alias Mengele, el médico de la ESMA que asistía a las prisioneras en sus partos. Nadie sabe quién fue. Torturador voluntario y fervoroso masserista, ni siquiera formaba parte de la Marina sino que martirizaba por gusto. Parece que era dermatólogo, pero las embarazadas lo fascinaban y los fetos también (se decía que les pasaba corriente en el vientre de sus madres). El seudónimo se lo había puesto por su cuenta, a él le encantaba llamarse así, Mengele.
Remuevo cielo y tierra, en París y en Buenos Aires, para encontrar alguna pista, y nada. La única que lo ha conocido de cara es Sara Solarz de Osatinsky, que vive en Suiza. La llamo por teléfono. “Mengele –susurra–. Las chicas lo veíamos porque cuando nos llamaban para ayudar en los partos nos sacaban la venda de los ojos. Era alto, fornido, morocho y… horrible, es todo lo que te puedo decir.” Dado que en ese tiempo, gente horrible había de sobra, renuncio a identificar al Angel de la Muerte local y abandono mi búsqueda. Pero antes, por las dudas, entrevisto también a Alberto Girondo, que militó en Montoneros y está en París.
El tampoco sabe nada del divino doctor, apenas que ha existido. Como la charla deriva hacia “Il Corriere della Massera”, Girondo me cuenta que muchos artículos de ese diario fueron escritos por periodistas secuestrados en la ESMA. Entre sesión y sesión de picana, trabajo esclavo. Así que, de haber aceptado el tentador ofrecimiento de Lezama y de su ensoberbecido patrón (si no nos despertara el más intenso aborrecimiento, imaginarlo tomándose por un compendio de líder carismático con periodista brillante nos haría matar de risa), yo habría compartido mis tareas de reportera estrella con habitantes de un mundo subterráneo, acaso prometidos al vuelo en el helicóptero y a la piedra en los pies.
Nos quedamos callados, Girondo y yo. Estamos en un bar de Saint-Germain y, por poblar el silencio, le saco a relucir mi modesta historieta, francamente ridícula en relación con los tormentos sufridos por tantos otros, motivo por el cual nunca me he declarado exiliada política: es un título que me queda grande. El me mira con una suerte de dulzura. “Lo seas o no, después de esa conversación no tenías más remedio que tomártelas –murmura–. A Lezama no se le fue la mano con vos, lo hizo a conciencia. El doblete de Massera y de su gente siempre fue el mismo, seducir por un lado y amenazar por otro. O aceptabas y te tenía para un fregado como para un barrido, o te ibas y chau. Lo que él no se imaginó fue que abrirías la boca delante de todos. Lo pusiste en descubierto, ahí sí que en serio te convenía no volver.”
Mientras duró su diario, Massera abogó por ese algo indiscernible a lo que dio en llamar la “malvinización” de la Argentina. Quién sabría qué era la malvinización. En todo caso, no sucedió. Poco después de la salida del “Corriere”, la guerra de las Malvinas terminó con la dictadura, con el diario y con él. A la distancia de los años, o de los siglos, a esos papis tan vivos que nos tocaron en suerte me dan ganas de machacarles, aunque sea postmortem, que sus servicios no fueron de inteligencia como ellos mismos quizás se lo creyeran, y que tuvieron, nomás, la ficha equivocada. El gordo Lezama no sé cómo murió, espero que mal, pero la vejez y la muerte de Massera, con la baba chorreante por esa pera caída, otrora puntiaguda y desa-fiante, es la perfecta contracara de lo que ambos pensaron ser: astutos maquiavelos dueños del mundo. Algo debe de haber fallado en ese siniestro organigrama, en apariencia tan bien ordenadito, algo que termina inevitablemente en la boca babeante y el pantalón cargado. Mamita sabe, a mamita este cuento le costó una vida entera de viajes sin retorno, para ella y para sus descendientes, pero mamita siempre supo que estos criminales con la frente obtusa y la mandíbula terca conocerían el infierno en vida. Lo supo porque se los deseó con ganas, y porque no hace falta ser bruja para adivinar que el odio conjunto de un país entero, un odio justo, civilizado y sin venganza, un odio cotidiano y tenaz, termina por aflojar la quijada y el esfínter del más pintado.
Aquí, publicación original de este artículo.
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Por Daniel Muchnik
Fui secretario de Redacción, a cargo de la Sección Economía, del diario Convicción, gran parte de 1981 y algunos pocos meses de 1982, porque dejé ese diario para retornar a Clarín, donde había trabajado entre 1976 y 1980. Cuando regresé al matutino de la calle Tacuarí se estaban produciendo allí cambios significativos. Clarín, de gran presencia popular, dejaba de ser un periódico estrechamente ligado al movimiento desarrollista para pasar a la categoría de empresa de medios o de centro neurálgico de un poderoso grupo dedicado a la comunicación gráfica, radial y televisiva. A nivel nacional y continental.
La relación de Convicción con la Marina y el proyecto político de Emilio Massera era un “secreto” a voces conocido por todos los periodistas de aquel enorme depósito en la calle Hornos al 200, en el barrio de Barracas, donde se lo redactaba, imprimía y despachaba. Desde su conducción no se reivindicaba ese vínculo pero tampoco se lo ocultaba. Estaban al mando de su orientación Hugo Ezequiel Lezama, quien se había destacado en el mundo de las revistas semanales; el crítico de cine Héctor Grossi; el politólogo Jorge Castro, y Mariano Montemayor, conocido divulgador de los idearios nacionalistas y desarrollistas y hermano de un alto oficial de la Marina.
Muchos de los que integramos la redacción habíamos transitado (como en mi caso) la redacción de La Opinión, la creación de Jacobo Timerman, intervenido desde el día de su detención en los primeros meses de 1977 tras el escándalo del caso Graiver como banquero de Montoneros.
En Convicción nos congregamos, en diferentes años y entre tantos, Pascual Albanese, Julio Ardiles Gray, Hugo Beccacece, Vicente Muleiro, Sibila Camps, Mauro Viale, Fernando Niembro, Jorge Dorio, Giselle Casares, Vilma Colina, Fermín Chaves, Osiris Chiérico, Oscar Delgado, Luis Domeniani, Carlos Fernández, Pedro Larralde, Enrique Macaya Márquez, Jorge Manzur, Juan Carlos Montero, Marcelo Moreno, Martín Olivera, J.C. Pérez Loizeau, Luis Lanús, Ernesto Schoo, Any Ventura, Alejandro Horowicz, Nelson Marinelli, Alberto Guilis, Edgardo Arrivillaga, León Epstein, Tito Livio La Rocca, H.H. Rodríguez Souza, Angel Faretta, el que esta nota suscribe, etcétera, etcétera.
Firmaron colaboraciones: Mario Rapoport, Luis Alberto Romero, María Moreno y Germán García, entre muchos otros.
En sus declaraciones posteriores a la aparición de su libro Almirante Cero, Claudio Uriarte, redactor también en Convicción, indicó que la selección de personal se basaba, “desordenadamente, en la obsesión esteticista de Lezama y en su convencimiento de que los periodistas estaban allí para fabricar un buen diario porque para elaborar la línea política bastaba con él”. La relación o conversación mano a mano con los marinos por parte de Lezama era diaria y a cualquier hora.
Cada uno de nosotros asumía su propia ideología. Había ideología de todos los colores y posiciones. Y sucedían cosas inexplicables: notas de homenaje a Trotsky o la justificación de la invasión a Afganistán por parte de la Unión Soviética. Puede decirse sin temor al equívoco que los de “derecha” eran minoría frente a los de “centroizquierda” o “izquierda bien izquierda”. En un país donde se vivía en peligro si se mantenían o escribían ciertos puntos de vista sobre la política argentina, Ernesto Schoo recuerda que en Convicción jamás padeció imposiciones, jamás se le dijo “no menciones eso, no hables de aquello”.
Para algunos periodistas con una anterior militancia en la izquierda revolucionaria, la presencia en Convicción los “cubrió” de posibles averiguaciones indeseables de los servicios de inteligencia. Aunque los de la Marina bien debían saber quiénes éramos y cuál era nuestra horma de zapatos. Un ejemplo de tantas diferencias internas: después de años de represión, fue desde los escritorios de Convicción que se reorganizó la Asociación de Periodistas de Buenos Aires.
Claudio Uriarte, autor del libro Almirante Cero (o “Negro” en los operativos en los que dirigía), en cuyas páginas desmenuzó la carrera por el poder del almirante Massera, se hizo cargo de otros comentarios. Uriarte aseguró que desde Convicción se utilizó sus páginas (en tiempos previos a mi llegada) para que Massera, los voceros de la Marina y Lezama criticaran con fiereza a los Estados Unidos y a la administración del presidente Jimmy Carter por su estrategia exterior en defensa de los derechos humanos. Y en el frente interno para ubicar a Jorge Rafael Videla como el “hazmerreír” de los “militares duros” de la línea Suárez Mason, Ibérico Saint Jean y el coronel Roualdés, con los cuales –se decía– Massera negociaba en el día a día. O criticar los fundamentos de la política económica de José A. Martínez de Hoz y de la gestión de gran parte de su gabinete.
Desde mi interés periodístico, mis notas de análisis y cuestionamiento a la política de apertura de la economía, protección de la importación y destrucción de la industria nacional, y a las facilidades otorgadas al sistema financiero con su correspondiente quiebra de instituciones bancarias en cadena, nada había cambiado entre lo que yo venía firmando en Clarín y aquello de lo que luego me hice cargo en Convicción con nombre y apellido. No padecí límites ni censuras, ni presiones, y nadie, desde la conducción, me sugirió títulos, o temas determinados.
Con los años comprobé, no sin sorpresas, la existencia de denuncias de sobrevivientes de la ESMA que declararon haber trabajado en los talleres gráficos de Convicción como mano de obra esclava. Carlos García, es el caso, declaró que él, junto con otros dos prisioneros (uno de ellos, Alfredo Margari), eran llevados a los talleres del diario, en la calle Hornos 289, donde se los incorporaba a la diagramación, armado y películas de las futuras páginas. Todo duró hasta marzo de 1981.
De igual forma eran utilizados en la falsificación de documentos en la imprenta de la Marina.
Intención, práctica y el Mariscal. En agosto de 1978, cuando Emilio Massera estaba a días de su retiro como jefe de la Marina, Convicción publica su primer número, en la medida en que esa publicación serviría para mantener sus intenciones de protagonismo hasta crear su “Movimiento Nacional para el Cambio” en compañía de dirigentes políticos de diferentes extracciones. El estilo de los editoriales tenía un sesgo admonitorio cuando trataban temas militares; de crítica en los problemas de gestión; de apología al hablar del Proceso militar y en especial de la Marina, y extremadamente irónico, limitando el sarcasmo y la burla, cuando mencionaba a determinados personajes, todo producto de la personalidad y la pluma del director: Hugo Ezequiel Lezama.
El diario “daba sermones” al régimen, pero no a partir de una condición de valentía o una muestra de coraje, sino para demostrar “el poder de fuego” que todavía administraba Massera. Por supuesto, era Lezama, un periodista “de mundo”, que solía vestirse de blanco en los días calurosos de verano, con gestos que lo asemejaban a un caballero victoriano en el trato con los integrantes de tan heterogénea redacción, quien le escribía algunos discursos a Massera en sus días como militar o como retirado extremadamente politizado. Lezama defendía a capa y espada sus principios liberales, su admiración por Inglaterra, su rechazo al peronismo y al marxismo. De la suma de todas estas variantes había surgido a mediados de la década del setenta, antes del golpe militar de 1976, un respetuoso intercambio intelectual entre Lezama y Massera. Antes y después de su retiro Massera era un hombre de varias caras. Era él quien disponía sobre la ESMA y el Grupo de Tareas que funcionaba en esa Escuela de Suboficiales y quien participó directa o indirectamente sobre el destino de las 5.000 personas que pasaron por ese sitio. Era él quien amenazaba personal o telefónicamente a quien se interpusiera en sus propósitos. Era él quien negociaba con los políticos y quien gozaba con la condición asumida por él de ser un hombre festejado a comienzos de los setenta por el mismísimo Perón. Era él quien deseaba absorber, antes de la invasión de las Malvinas, todo el poder político de la Nación, respaldado por algunos sectores militares.
Como bien advierte Marcelo Borrelli en su libro El diario de Massera, no había en la Redacción signos evidentes de una ligazón del matutino con los marinos. No había en los pasillos personal naval en uniforme realizando tareas de control. En cierto momento apareció un “controlador”, que resultó ser un capital de navío que sembró “sentimientos de vigilancia y persecución” en la Redacción. Pero en 1981, en el momento en que permanecí en el diario, nadie me hizo partícipe de temores paranoicos.
En un tiempo anterior a mi llegada, Massera había visitado las instalaciones del diario. Y mantenía un trato profesional con algunos pocos periodistas. Como no me conocía, un día le pidió a Lezama que yo lo visitara en sus oficinas de la calle Cerrito, no muy lejos de la Embajada de Francia. Fui a la entrevista, muy a fines de 1981, con una tremenda carga de miedo: estaba obligado a dialogar con el dueño y señor de la vida y la muerte de muchos. Pero fue allí donde él me recibió, vestido de civil, respetuosamente, con su porte de mariscal napoleónico, su sonrisa gardeliana y sus manejos de seducción, un patrimonio sólo de los psicópatas. Abrió la conversación con su interés por conocer mi reflexión periodística sobre el momento económico, aunque, se comprobó, su intención era otra. Era conjugar mi diagnóstico, que compartía, con sus manejos políticos y sus negociaciones con los dirigentes partidarios que lo acompañaban en sus proyectos. El diálogo duró una eternidad, aunque en realidad no pasó de los 60 minutos. No se despidió de mí con un “nos vemos” o “hasta pronto”, sino con un cortante y expresivo “Gracias por su visita”. Punto. Salí a la calle con un especial alivio.
Leprosos. Ya hacía muchos meses que yo había dejado Convicción, por mi retorno a Clarín, cuando ocurrió lo de las Malvinas, que Hugo Lezama y el diario respaldaron al unísono. Para algunos colegas Lezama, que no era precisamente un ingenuo (porque estaba informado de todo) fue “estafado” por Massera porque desconocía toda la historia de “caja y poder” que envolvía las maniobras del marino.
Luego del regreso de la democracia, a fines de 1983, la relación de Lezama con Massera y la dictadura militar lo cubrió de una profunda estigmatización. La sociedad civil le dio la espalda, despreció a Convicción y muchos de los que en él trabajaron lo ocultan, aunque nadie participó en una “comunión ideológica” con sus propósitos. El ocultamiento surgió a partir de la condición de “leproso” que cualquiera de nosotros podría recibir de una sociedad que no tiene su pasado definitivamente en claro, donde hay páginas en negro y responsabilidades compartidas, que con persistencia se aferra a eslogans varios, fuera de moda, que impiden emitir juicios sensatos y serenos, pensando más en el futuro a construir que en el pasado donde fueron varios los que participaron de su ruina.
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(…) La historia del diario Convicción, con ese nombre tan elocuente y cínico a la vez, es una de las historias de la dictadura militar cuyo repaso devuelve una dimensión oscura, temible, que amplifica y descoloca frente a la posibilidad de discernir los atajos, las derivas, las apuestas simultáneas o paralelas del poder militar. El 1º de agosto se cumplieron 30 años del lanzamiento de Convicción, matutino porteño que llegó a tirar 20 mil ejemplares diarios y hasta 40 mil en tiempos de la Guerra de Malvinas. Marcelo Borrelli, autor de El diario de Massera. Historia y política editorial de Convicción, señala que “es un diario que nace vinculado con el bloque de poder, la dictadura, la Marina y principalmente su jefe, Emilio Eduardo Massera”. “Moderno” y en formato tabloide, buscaba heredar cierto estilo de La Opinión, en tanto diario alterno a la prensa tradicional, aunque con un sesgo político que, si bien matizaba a la dictadura según sus sectores y se permitía la crítica de algunos aspectos de la agenda pública, la tenía como puntal y base de sus condiciones de existencia (…)
Borreli se declara tributario del libro del periodista Claudio Uriarte Almirante Cero, esa biografía escalofriante sobre Massera. Uriarte –quien fuera redactor de la sección Internacionales de Convicción, hace poco fallecido– señaló en su libro que “se manejaba un criterio de excelencia un tanto desordenado, basado en la obsesión esteticista de Lezama y en su convencimiento de que los periodistas estaban allí para fabricar un buen diario; para elaborar la línea política estaba él”. La ecléctica redacción fue publicitada con orgullo desde sus páginas. En una propaganda de fines de 1981 presentaba a sus colaboradores como: “El mejor staff periodístico de la Argentina”. Se publicaban notas especiales sobre Proust y Alejandra Pizarnik, Günter Grass, Milan Kundera, había espacios para el panorama teatral, cinematogáfico y de la plástica porteños. Claudio Uriarte afirma que “en la sección Espectáculos se hacían notas reivindicando los derechos de los gays y lesbianas, y notas feroces contra la censura cinematográfica. Se publicaban reseñas de lo que se estrenaba en Europa y aquí se prohibía. Hugo Becaccece tenía a su cargo una sección muy divertida citando a Merleau Ponty y a Sartre”. Notas sobre Andy Warhol, actualidad del psicoanálisis y la filosofía, una sobre los 40 años del fallecimiento de Freud escrita por Germán García, sobre violencia y mujer, y un suplemento dedicado a Martin Buber (…)
Lezama sabía de los planes de recuperación de Malvinas desde fines de 1981, cuando se inician secretamente. Y desde ese momento Convicción empieza a alertar que algo muy importante va a pasar en el Atlántico Sur. “Dejémonos de pensar en las tasas de interés y empecemos a pensar en lo que va a pasar muy pronto en las Islas Malvinas”. A medida que se acerca la apertura democrática, Convicción editorializa en dos sentidos: uno es el de mantener la unidad de las Fuerzas Armadas y darle un rol de tutelaje a la futura democracia, otorgarle un rol institucional. Acepta la inevitabilidad del fin del régimen pero pide que las Fuerzas Armadas se mantengan unidas en medio del desmoronamiento del proceso. El otro sentido, clave, es la no revisión de lo que llaman la “represión ilegal”, porque era una etapa que había que cerrar definitivamente. Al cumplirse un año de la recuperación de Malvinas, Lezama pide “remalvinizar” la Argentina, volver a ese 2 de abril donde Fuerzas Armadas y pueblo se habían unido. En 1983, se insiste reiteradamente en que “todos somos responsables de lo que pasó”. La sociedad es golpista y la sociedad argentina sabe que demandó que las Fuerzas Armadas hicieran lo que hicieron. La teoría de los dos demonios hacía su entrada triunfal, mientras que pocas semanas antes de las elecciones, Convicción se retiraba de los quioscos.
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Por ENRIQUE ARROSAGARAY
Hace veinte años -el 1 de agosto de 1978- apareció en Buenos Aires un nuevo diario, Convicción. El primer ejemplar tuvo como principales títulos: El general Viola se incorporó al más alto organismo del Estado y Videla inicia una nueva etapa. Otro más abajo daba la pista sobre quienes estaban detrás del emprendimiento. Decía: La historia chica a veces también es importante y aludía a la capacidad de improvisar discursos que tenía el entonces almirante Emilio Massera.Con el tiempo, quedó claro que el diario era un virtual vocero de la Marina. Lo que no se sabía, y se revela ahora, es que en Convicción trabajaron detenidos-desaparecidos que estaban en poder de la Armada y que compartían tareas junto a los gráficos sin mencionar su situación.Dos hombres que pisan los 50 años, Carlos García y Alfredo Margari, tienen una historia de militancia política y de oficio en común. García es diseñador, Margari es imprentero. En los años 70 integraron la columna Norte de Montoneros. Fueron secuestrados en 1977 y supusieron que la muerte estaba a un paso. Jamás pensaron que meses después no solo estarían con vida, sino que todas las tardes compartirían un café en el viejo bar de la esquina de Montes de Oca y Martín García, a la espera de que un marino de civil los pasara a buscar para llevarlos al edificio Libertad. Allí trabajaban en la producción de documentos falsos.García fue secuestrado en agosto del 77 e inmediatamente fue ingresado en la ESMA. Fue torturado con saña porque creyeron que yo era un alto dirigente montonero llamado Roqué, pero a Roqué lo habían acribillado algunas semanas antes. Asegura que fue torturado en el sótano del Casino de Oficiales y que entre sus torturadores estuvieron Pernías, Astiz, Whammond, el prefecto Fevre y otros.Un día les sacaron los vendajes de los ojos, les quitaron los grillos y los llevaron a trabajar a la sala de fotografía. Por la noche eran subidos otra vez al tercer piso. Después comenzaron a trabajar en una pequeña imprenta en otro edificio, siempre dentro del predio de la ESMA.La primera vez que fueron a una pequeña imprenta en Constitución los llevó el prefecto Fevre. Con ellos había un tercer secuestrado, llamado Daniel Lastra. Entraron a un gran galpón, en la calle Hornos 289. Allí nos presentó ante el comisario Ara, que parecía ser algo así como el capo -cuenta García-, el asunto era que empezábamos todos los días a trabajar allí. Sacábamos revistas, folletos y a las semanas comenzamos a editar el diario Convicción.De ese galpón salieron impresas, por ejemplo, La Gaceta Marinera y la revista Estado Mayor de la Opinión Pública, dirigida por Jorge Vago.Nosotros trabajamos juntos en rotativa. Lastra estaba en película y en armado, repasa García.Al principio, cuando entrábamos, nos anotaban en una planilla, después tuvimos tarjeta, como todos. ¿El sueldo? Sí, cobrábamos por ventanilla, como cualquiera. Pero apenas llegábamos ese día a la ESMA, teníamos que entregar el sobre, relatan. ¿Decirle a alguien, en el trabajo, que estábamos secuestrados? No, ni locos. Eramos boleta, coinciden.Meses después, cuando pudieron ir a sus casas -porque formaban parte del plan de recuperación de subversivos-, a estar con sus familias y a dormir, el sueldo les fue quedando a ellos. García, incluso, se casó con una secuestrada y debió pedir permiso al Tigre Acosta, jefe máximo del grupo de tareas.A pesar de vivir en sus casas, García y Margari debieron seguir trabajando en Convicción hasta marzo de 1981 y cumpliendo un control: teníamos que llamar a un teléfono de Inteligencia todos los días. Después, debíamos reportarnos a nuestro responsable, que era Lastra, dice García, feliz de poder contar hoy su historia. La historia del diario Convicción se apagó poco después de Malvinas, cuando el proyecto político de Massera quedó definitivamente enterrado.
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Por Horacio Verbitsky
El embajador argentino en Estados Unidos, Héctor Timerman, denunció que desde un blog publicado en Clarín recibió ataques por su condición de judío. El Grupo Clarín respondió que el autor del comentario ofensivo no era un periodista del diario, que el blog era uno de tantos que utilizan la plataforma de la empresa Clarín Global y que ya había sido levantado por no respetar las reglas que prohíben “la publicación de contenidos que sean ofensivos y/o fomenten el racismo, la intolerancia, el odio o el daño físico de cualquier índole contra un grupo o personas”. Hasta ahí los términos de una polémica interesante respecto de la responsabilidad social empresaria y la libertad de expresión, que produjo no pocas discusiones dentro del propio Grupo Clarín, sobre todo entre los periodistas que trabajan en el diario y sufren las emanaciones mefíticas, problema que se repite con los foros de lectores de distintas publicaciones, como analizaron hace poco Horacio González y Jorge Fontevecchia.
Ni el embajador ni la empresa hicieron referencia alguna al autor de los insultos. Vale la pena detenerse en ese pequeño detalle. Su nombre es Edgardo Arrivillaga y se lo conoce por haber sido el hombre fuerte del diario Convicción, que el ex almirante Emilio Massera editó a partir de agosto de 1978 con fondos provenientes del saqueo de bienes de los detenidos desaparecidos. Dos libros publicados sobre esa experiencia (Susana Carnevale, “La patria periodística”, Colihue, 1999, y Marcelo Borrelli, “El diario de Massera. Historia y política editorial de Convicción: la prensa del Proceso”. Koyatun editorial, 2008) proveen los datos que aquí se reproducen. Arrivillaga ocupó la secretaría de redacción de Información Nacional. Su designación allí en reemplazo de otro editor “fue una movida estratégica del almirante para apuntar al diario hacia sus intereses”. Alejandro Horowicz, quien había trabajado con él en la sección Internacionales dice que Arrivillaga pasó a ser “el hombre de Massera en Convicción”. Además de periodista, era “un militante político de extracción nacionalista de derecha, que no despreciaba al peronismo y había sido tentado por las propuestas populistas del ex almirante”. Arrivillaga “manejó con arrogancia la sección, pasando por alto al propio director. El problema era que Arrivillaga estaba haciendo el trabajo de difusión de los intereses del ex almirante con mayor eficacia que Hugo Ezequiel Lezama, quien debía responder a su compromiso institucional con la Marina”, agrega Carnevale (…)
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La figura de Emilio Eduardo Massera siempre rondó por espacios intermedios entre lo simbólico y lo real. Algunos lo definieron como alguien identificado visceralmente con lo sombrío y hasta con lo cruel; otros prefirieron verlo más como la representación abstracta o idealizada de esos rasgos trágicos. Visto ahora, desde la perspectiva que dan los años confusos transcurridos desde la época de su actuación, refleja una imprecisa noción de irrealidad, de fantasía desbordada o absurda.
Ambicioso por naturaleza, fuertemente atraído por el poder, en términos de lenguaje político su descripción se ajusta más a la del aventurero que a la del hombre de gobierno.
Nunca escondió su afán de escalar posiciones e hizo constante alarde de ciertos rasgos en principio positivos, pero que actuaron como factores distorsionantes, acaso por falta de equilibrio.
Uno era el pragmatismo a todo trance, la deliberada y expresa distancia de creencias, convicciones o ideologías, actitud que llegaba hasta un punto en que se confundía con el mero cinismo. Otro era la frialdad, cualidad sustantiva para un soldado y para un político, pero que en él se trasmutaba en agresividad sistemáticamente destructora.
Además, era activo, sagaz y osado. Teniente de fragata en 1955, acompañó al contraalmirante Aníbal Olivieri, ministro de Marina de Perón, en la sublevación de junio de ese año. Ajeno al grupo que pasó a conducir a la Armada tras el derrocamiento del líder justicialista, tuvo el tino de saber perderse entre el montón y salvar una carrera estimable, arquetipo de lo que años después sería conocido como el “profesionalismo oculto”.
LA ANTESALA DEL PODER
Su oportunidad llegó en 1972, cuando acababa de ser ascendido a contraalmirante: se lo designó representante de la Marina ante la Comisión Coordinadora del Plan Político, función que le permitió asomarse a las antesalas del poder. Fuere por olfato o por sentido común, reconoció como inevitable la llegada del peronismo al gobierno y se apresuró a variar el rumbo en la dirección adecuada.
Hacia 1973, el Perón del regreso reparó en él y lo creyó útil para hacer pie en una institución que siempre le había sido adversa, con el reaseguro adicional de que el marino nunca podría superar las limitaciones de la estructura que integraba. Se asegura que el fundador del peronismo solía decir: “Este mozo Massera ha cometido un error que lo inhabilita para casi todo: haber aprobado el examen de la Escuela Naval”. Verdadera o falsa, la anécdota circuló con alguna insistencia, con su pizca de humor referida al antiguo encono del viejo líder con los marinos.
Una de las pocas decisiones de importancia que tomó Perón en su etapa final consistió en el nombramiento de Massera como comandante en jefe de la Armada. El marino tenía sólo 48 años, edad inusual para el cargo. Pero en pocas semanas hizo olvidar a sus opacos antecesores y pasó a desenvolverse con entera comodidad: tenía excelentes aptitudes de mando, amaba la política y había hecho buenos amigos en todos los partidos.
Sería injusto negar que fue un eficaz jefe naval, no sólo por los obvios cuidados que prodigó a barcos, tripulaciones y equipos, sino, en especial, por la obra de reparación institucional que su personalidad de caudillo le permitió encarar con éxito: la influencia de la Armada en el manejo del Estado volvió a ser la de antes de la debacle de 1963, cuando salió perdidosa de la lucha entre azules y colorados. Consiguió que la Marina se acercara a la posición privilegiada obtenida bajo la égida de Isaac F. Rojas.
DESPUÉS DE PERÓN
Massera naturalmente llenaba sus proclamas con invocaciones a la democracia y a las instituciones republicanas; atento al clima de esos días llegó a hablar de la “Argentina potencia marítima”. Muerto Perón, pasó a ser consejero y firme respaldo de su viuda; el trance era por demás arduo y el orden constitucional peligraba. El almirante aseguraba estar con los “mejores”, y peronistas, radicales, socialistas y comunistas creían pertenecer a esa categoría.
Ningún motivo existe para dudar de que la iniciativa del 24 de marzo fue compartida con la jefatura del Ejército. Massera, con un discurso “legalista” hasta la víspera, en el reparto del poder producido entonces, se alzó con la tajada de aquel memorable 33 por ciento de las funciones públicas en general y, en particular, el control de los ministerios de Relaciones Exteriores y Bienestar Social.
Pero unos meses más tarde pretendió ser el ideólogo y definidor oratorio del régimen. Si bien la Armada no podía competir con el Ejército en cuanto a capacidad de presencia, la encabezaba alguien mucho más audaz y expresivo que sus colegas del Ejército y de la Fuerza Aérea. Uno sólo de éstos -Roberto Eduardo Viola- poseía el don para los manejos políticos y manifestaba ganas de oponerse al afán de predominio del almirante. En cierto modo, toda la historia interna del proceso puede reducirse al largo contrapunto entre el pesimismo escéptico de Viola y las astucias e intrigas de Massera.
Entretanto, el almirante disertaba y viajaba constantemente, sea para dar a conocer la “verdad argentina”, promover el fantasmal Tratado del Atlántico Sur o azuzar el conflicto con Chile.
LA SUCESIÓN DEL RÉGIMEN
A Cyrus Vance, secretario de Estado de Carter, le habría dicho que las violaciones a los derechos humanos eran un tema del Ejército “que la Marina tuvo que hacer suyo por una razón de solidaridad nacional”. Se dice también que lo habría amenazado a Vance “con la constitución de un bloque antinorteamericano” y que le habría aclarado que la Argentina no deseaba encabezarlo, pero podría tal vez?”. Al presidente de Francia, Valéry Giscard d´Estaing, le habría contado sin ambages los pormenores del asesinato de las monjas Leoni Duquet y Alice Domon. A los periodistas les daba una cuota fija de frases nacidas para las primeras planas: “Habrá vencedores y vencidos”, “Han muerto para el triunfo de la vida?”, etcétera.
Por cierto, nadie sabía nada, pero había cosas que se sabían. En 1978 la cuestión no era todavía los derechos humanos, sino la sucesión del régimen. Videla se iba y si Viola lo sucedía, Massera estaba de más. Así ocurrió, pero el perdidoso no renunció a sus aspiraciones, que se fundaban, por otra parte, en un disenso real. Viola imaginaba la apertura a partir de una coalición de fragmentos partidarios, grupos provinciales, “jefaturas naturales” y “entidades intermedias”, es decir la centroderecha. El marino, en cambio, creía en un movimiento presuntamente popular.
Tras cinco años al frente de la Armada, Masssera bajó a tierra para armar su Partido para la Democracia Social, al que se sumaron muy variados dirigentes de segunda línea. Asombrosamente, la agrupación y el almirante resultaron ser opositores al Proceso y le reclamaron por la suerte de los desaparecidos y llegaron a acusar de cipayismo a Martínez de Hoz.
Un exaltado Massera predicaba a fines de la década del 70: “La revolución se hace desde el poder o se hace desde la calle”. La respuesta oficial fue arrestar al almirante y clausurar el periódico que lo defendía. Entonces, Massera clamó que era necesario “movilizarse para decir basta a un poder cuyo único sostén es el uso de la fuerza”.
Era excesivo, en desparpajo y extravagancia, y, por supuesto, el periodismo de 1981 reflejó ampliamente esos rasgos. Surgieron temas como el de la logia P2 y Licio Gelli, y Massera se asomó intrépidamente al precipicio al sostener que el italiano “había prestado grandes servicios a la Argentina en materia de seguridad”, quizás en alusión a la Triple A. En contestación, Carlos Guillermo Suárez Mason lo cubrió de agravios y habló de hechos gravísimos que habría cometido.
El clima, poco a poco, se hacía espeso y en enero de 1982 sobrevino el primer ataque a fondo contra el osado almirante. Juan Alemann -al que porfiaba en zaherir sin piedad- lo acusó de robo a propósito de la organización del Mundial de fútbol de 1978 y dejó caer un nombre que sería clásico en la posterior reseña de aquellos horrores: Elena Holmberg, secuestrada el 20 de diciembre de 1978 y cuyo cuerpo se halló una quincena más tarde, en el río Luján. A ese nombre lo siguieron otros, que pasaron bajo los portales de la Escuela de Mecánica de la Armada.
Después de la guerra de las Malvinas, cuando las denuncias de fosas con restos NN surgían por todos lados, Guillermo Patricio Kelly sacó a relucir la sórdida historia de Fernando Arturo Branca, sin contacto con la política.
El 13 de junio de 1983, cuando al gobierno militar le quedaban aún seis meses de vida, el juez Oscar Mario Salvi dictó la prisión preventiva de Massera, quien se hallaba en Brasil. Regresó cuatro días después y, contra lo esperado, la Armada no movió un dedo para evitar que lo encarcelaran. Ese día cambió la historia y brotó de la nada el esbozo de la Argentina que hoy tenemos.
SOMBRÍA REFERENCIA
Massera murió como personaje público y quedó reducido a sombría referencia judicial, a representante emblemático y un tanto folklórico de algo tétrico y doloroso, a tal punto eran monstruosos e inabarcables los crímenes que se le imputaban, tras habérselo hecho responsable, como era lógico, de las demasías cometidas por quienes obedecieron sus órdenes.
El resto: jueces, indagatorias, denuncias, careos, recusaciones, el fuero militar, fue todo como una pesadilla. En 1985, la Cámara Criminal y Comercial, presidida por León Carlos Arslanian y de la que era fiscal Julio Strassera -a quienes Massera todavía alcanzó a increpar con un altanero “Estoy aquí porque hemos ganado una guerra justa”-, le impuso prisión perpetua, tras declararlo culpable de tres homicidios agravados por alevosía, 12 casos de tormentos, 69 privaciones ilegales de la libertad y siete robos agravados. Había sido acusado, además, de 201 falsedades ideológicas de documento público, cuatro usurpaciones, 23 reducciones a servidumbre, una extorsión, dos secuestros extorsivos, un caso de supresión de documento, once sustracciones de menores y siete casos de tormentos y muerte.
Incluido en los indultos de Menem del 29 de diciembre de 1990 -indulto que en agosto último la Corte declaró nulo respecto de Massera y de Jorge Rafael Videla-, cada tanto volvía a la notoriedad periodística con motivo de incidentes originados por su presencia en lugares públicos; Mariano Grondona lo llevó a su programa televisivo y las protestas duraron semanas.
OTRAS CAUSAS
El juez Adolfo Bagnasco le reiteró la prisión preventiva en 1999 en las causas por apropiación ilegal de hijos de desaparecidos. El resto de las causas penales que se iniciaron contra Massera estaban suspendidas desde 2005, cuando peritos oficiales lo consideraron incapaz y, por ende, la Justicia consideró que no podía seguir siendo juzgado. También tenía pedidos de extradición de tribunales de Suiza, España y de Italia. En este último país, el proceso en su contra seguía en pleno trámite porque, allí, los peritos italianos habían sostenido que estaba en condiciones de ser juzgado.
En cualquier caso, eran gestos simbólicos: el imputado, como dijimos, había muerto públicamente mucho antes, exactamente el 17 de junio de 1983, cuando el propio gobierno militar lo puso en prisión.
Quedan en el aire muchos enigmas, aparte de los acertijos anecdóticos del tipo de si se entrevistó tal o cual vez o no con María Estela Martínez de Perón, o con Firmenich, o con emigrados argentinos en París o en México, o si realmente buscaba un arreglo con el comunismo criollo, o si su pelea con Viola provenía de la resistencia de éste a la guerra con Chile.
El gran misterio que se abre detrás de todas esas versiones es quién era Massera, cómo llegó a tener el predicamento que tuvo. Y también si fue un impostor, o un iluminado, o un simulador.
En lo personal era cordial, atractivo, pícaro, brusco y mandón; ni un ignorante ni un negado, pero tampoco un intelectual; su rasgo más característico -y ponía gozoso énfasis en exhibirlo- era el de no sentirse obligado a comportarse como un caballero.
El dato no es menor: hasta Massera la sociedad atribuía al hombre de armas una base reconocible de pundonor y dignidad; el almirante vino a desmitificar para las generaciones jóvenes la profesión de las armas y éste debe ser el más gris de sus legados. Nada tuvo que ver la parte final de su carrera militar con las grandes tradiciones de la Armada argentina.
Aquí, publicación original de este artículo en el diario La Nacion, de Buenos Aires.