Por Claudio Martyniuk
Presionados por la escuela, los profesionales, los hijos y sus propias expectativas, los padres salen sin embargo airosos de la ardua tarea de criar a sus hijos, según este experto.
El psicoanalista y pediatra inglés Donald Winnicott afirmó que todo ser humano, desde el principio de su vida, necesita del encuentro con otros que lo quieran y a quienes querer, y necesita también encontrar oposición y no vivir en un mundo donde se le permita todo. De esta lección se desprenden muchas de las enseñanzas de Ricardo Rodulfo, un destacado profesor de la Facultad de Psicología de la UBA que hoy resiste con otros muchos colegas la determinación del Rectorado de jubilar a un importante conjunto de maestros e investigadores que gozan de su plenitud intelectual. Rodulfo, como psicoanalista, considera que los padres hacen bien en consultar cuando les parece que algo anda mal con sus hijos, pero deben cuidarse de creer que hay profesionales que saben de manera absoluta qué es ser madre o padre. Para él, lo importante e irreemplazable es que cada familia encuentre su propio estilo y haga su propio camino, en lo artesanal de cada existencia.
¿Los padres están desconcertados ante los desafíos cambiantes que hoy traen los hijos?
Es importante, al referirse a las relaciones entre padres e hijos, ocuparse de las situaciones más comunes, no de las excepcionales o de las patológicas. Si uno procede así tiene que elogiar a los padres, que desde hace medio siglo hacen un gran esfuerzo por cambiar pautas de crianza y adaptarse a transformaciones que ocurren a gran velocidad en las sociedades occidentales de hoy. Al mismo tiempo, ellos se ven presionados por los medios, siempre en busca de lo apocalíptico; por la escuela, que les reclama ayuda en lugar de procurar resolver los problemas de los chicos en su marco; por los profesionales, que plantean a menudo perfiles ideales y objetivos teóricamente fascinantes pero irrealizables en la vida de todos los días. Y presionados, como no podía ser de otra manera, por sus propios hijos, con su sed de cambios y de libertad y sus esperables dobles mensajes: “No te metas en mi vida, pero ocupate de mí todo lo que yo quiera”.
Y están, además, sus propias contradicciones.
Claro, están presionados también por sus propias contradicciones. A los padres les encantaría poder apoyarse en la tradición, en como ellos fueron criados. Pero saben que ya no pueden contar con eso y desearían tener un libreto del que carecen. Y sin embargo, en medio de todo esto, un gran experimento de crianza más democrática y pluralista está teniendo lugar, y con no poco éxito.
¿Podría ejemplificarlo?
Ha desaparecido la persecución para que los chicos no se masturben; ha caído el prestigio idealizado de la virginidad de las chicas; está crecientemente aceptado que un hijo puede ser gay; los adolescentes ahora tienen la posibilidad de tener su iniciación sexual en su propia casa. Son ejemplos de cosas inimaginables unas cuántas décadas atrás. Junto con esto, pasa algo central: tiende a desaparecer el miedo del chico a sus padres, miedo que fue hasta hace muy poco un elemento central en la crianza. También viene en declinación un sistema de jerarquías que colocaba al adulto arriba y al chico abajo, uno mandando y otro obedeciendo, uno enseñando y el otro aprendiendo.
¿Y qué lo reemplaza?
Lo reemplaza una modalidad mucho más transversal, donde, por ejemplo, si el grande le enseña cosas al chico, éste a su vez tiene cosas para enseñarle al grande, porque son nuevas y las maneja mejor. A su vez, el grande ahora está mucho más inseguro y propenso a cuestionarse, y eso lo llena de temores y ansiedades muy específicos; ya no se siente garantizado por el mero hecho de ser el padre. Esto abre una posibilidad de diálogo entre padres e hijos que, con todos sus desencuentros y malentendidos, no tiene parangón con el que sucedía en otros tiempos, no tan lejanos.
¿Se podría hacer, entonces, un balance positivo en la relación entre padres e hijos?
Es muy importante la posibilidad de hablar como dos personas, tratando de comprender al otro, olvidándose por momentos de que son padre e hijo para sintonizarse de verdad. El hecho destacable es que son muchos los padres y madres que luchan por no estar todo el tiempo juzgando a sus hijos en términos de bien o de mal.
¿Qué cambios se han registrado en los roles paterno y materno a partir de las críticas de género?
Las políticas de género han repercutido enormemente sobre la crianza, dado que padre y madre ya no ocupan dos polos opuestos sino que tienden a rotarse, a compartir más de cerca los problemas cotidianos en vez de quedarse en posiciones estáticas fijadas por viejas tradiciones. Esto cambia muchas cosas. Por ejemplo, un chiquito acostumbrado a que papá también le da la mamadera, le cambia los pañales, lo baña, lo lleva a la plaza, difícilmente lo va a vivir como un tercero intruso que lo aparta de su mamá, al estilo de lo que el psicoanálisis popularizó como “complejo de Edipo”. Ya no están todos los mimos del lado de mamá, mientras un padre distante de cuando en cuando baja línea. Y hasta los celos se redistribuyen. Es divertido escuchar a hijitos con resistencia a aceptar tales cambios y protestar porque la madre no es ya el ama de casa sometida a la que se le puede pedir y ordenar de todo y que, además, sale para trabajar y no está todo el tiempo con su hijo.
¿Eso no provoca algún desconcierto en los chicos?
Los chicos muchas veces se ponen conservadores, sobre todo los varones de un amplio grupo social, más o menos clase media acomodada de Buenos Aires, acostumbrados a no hacer nada en casa. El resultado es un mix de nuevos hábitos y viejas modalidades que tardan en irse. Pero esto colorea la vida familiar con matices y conflictos.
¿Y hay espacio para la crítica?
Sí, se presenta un clima propicio al cuestionamiento, más acotado o más extendido, entre los miembros de la familia, desde el que los hijos hacen a sus padres -que ya no esperan a la adolescencia para hacerlo- hasta los que éstos formulan a sus hijos, sin olvidar el interno a la pareja y el autocuestionamiento de las mamás, en general más preocupadas por los aspectos afectivos de la crianza. Esa actitud interrogativa es un rasgo muy positivo en la vida actual, porque disuelve rigideces y cuestiona prejuicios. Además favorece el diálogo y la posibilidad de seguir aprendiendo a vivir juntos, se tenga la edad que se tenga.
Pero no todo es ideal. ¿Qué dificultades asoman?
Ciertamente, no faltan dificultades. En primer lugar, porque una crianza no autoritaria es mucho más difícil que otra -tal como sucede con el vivir en democracia-; en segundo lugar, porque la atenuación del miedo del chico a los grandes trae un nada despreciable problema: ¿con qué reemplazar el temor a fin de lograr que el hijo obedezca e incorpore normas? Las escuelas enfrentan hoy el mismo desafío. Bienvenida la desaparición del miedo, ¿pero en qué basar mi autoridad si los chicos ya no tiemblan por el castigo que he de darles? Hacerse respetar, tener firmeza, sigue siendo indispensable para educar a los chicos. Y no hay que caer en la idea sentimental y errónea que presupone que de por sí los niños serían buenos si el ambiente lo es: eso es minimizar la propensión del ser humano a la violencia, sea cual sea su edad, etnia, clase, etc. Es un hecho biológico de gran importancia y variadas consecuencias el que los humanos no tenemos ninguna regulación genética que, por sí sola, frene nuestra violencia, como sí la poseen otras especies. Esto se refleja en nuestra capacidad para la crueldad sin límites, que a cada rato sale a primer plano, en lo individual y en lo colectivo.
Y esto ya puede apreciarse en las relaciones que se traman en el jardín de infantes. Por lo tanto, no basta con que los padres renuncien a castigos corporales para suavizar a sus hijos. De hecho, no pocas veces vemos lo inverso: chicos que insultan, maltratan y le pegan a la madre, o amenazan a un profesor.
¿Qué se puede hacer ante eso?
Es un asunto serio. Requiere un espíritu de negociación permanente entre padres e hijos, como también en la escuela. No se arregla con la idea de “poner” límites; no sirve un límite que uno le pone al otro. Sirve y puede funcionar un límite consensuado entre todos, construido poniendo los padres toda su energía, pero incluyendo activamente a los hijos. En la actualidad vemos con frecuencia que muchos padres caen en la parálisis y ceden el timón con una blandura que no le sirve a nadie. Entonces el chico “hace lo que quiere”, pero como no deja de ser un chico que apenas sabe lo que quiere -inestabilidad que también se da en la adolescencia-, en realidad gira en círculos, busca chocar contra alguien firme sin encontrarlo y termina haciendo lo que puede.
¿Eso es signo de desconcierto?
A veces sí, y los padres estallan en gritos y amenazas que el hijo pronto aprende a no tomar en serio. O perseveran en complicadas interpretaciones “psicológicas” que les dan a sus hijos cuando ellos ni siquiera tienen la edad para comprenderlas y se las arreglarían mejor con una norma clara, enunciada por una madre o un padre seguros de su posición y dispuestos a asumir la responsabilidad de afirmar que “esto se hace así porque lo digo yo”, lo cual no es dictadura sino ejercicio de una autoridad que sabe cuándo decir un sí o un no con determinación, porque se está ejerciendo una función que no puede suplir un chico. Esto incluye correr el riesgo de equivocarse: “no me pongo firme porque me creo infalible; me pongo firme porque eso está dentro de mis responsabilidades como padre”.
¿Qué queda, en un balance sobre la relación entre padres e hijos?
El balance no da ni para optimismos ni para pesimismos fáciles. Estamos en una cultura de cambios cada vez más rápidos y sentimos la falta de garantías. Pero también sentimos excitación por una apertura enorme del horizonte. Los padres y los hijos no son la excepción a esta corriente de época: como tendencia, son más libres que en el pasado, tienen más en sus manos la oportunidad de elegir cómo quieren ser y qué quieren hacer, como padres, y como hijos.