El año pasado el pobre (es un decir) Larry Page, uno de los fundadores de Google, tuvo que interrumpir su luna de miel en El Calafate para mirar cuadritos con Cristina Kirchner. Hace unos días, la presidenta hizo lo que más le gusta en la sede del buscador en Argentina: dar un discurso. Justo allí arriesgó que «con Internet no habrían existido los desaparecidos», cuando precisamente Google impide en China acceder a una versión sin censura de su índice con lo que nada hace pensar que la empresa no hubiera colaborado en su momento con la censura de Videla. Idénticas razones llevan a cuestionar al Premio Príncipe de Asturias que compartió con Wikipedia por su contribución «al progreso de los pueblos».
Mientras en Argentina y España se babean por Google, en su país de origen está dejando de ser cool. Los bloguers critican que la compañía haya abandonado su lema «don’t be evil» (no seas malvado) y el CEO de Google Eric Schmidt se saca el tema de encima respondiendo que nadie tiene un «malvadómetro» para distinguir lo bueno de lo malo desde una posición moral absoluta.
En el último número de Atlantic Monthly, la nota de tapa pregunta si Google nos está volviendo estúpidos. Allí Nicholas Carr parte de la sensación de que el hábito de estar conectados termina convirtiéndonos en consumidores culturales más ansiosos, menos concentrados y alejados de la lectura de textos largos y complejos. Pero, al igual que con Cristina y con las modelos argentinas, la nota equivale a Google con la web, cuando en realidad no es más que un catálogo (incompleto) de sus direcciones, actividad que además comparte con buscadores menos eficaces como Yahoo! y Live.
Distinto es el caso de Michael Arrington, influyente bloguer, que se pregunta si 2008 no será el año en el que Google pierda su inocencia. La compra de DoubleClick, su alianza con Yahoo! y que Firefox siga ofreciéndolo como búsqueda por defecto serán, asegura, sacos de plomo en el futuro inmediato.