El Día del Amigo pasado preguntaba si los amigos virtuales son amigos. Esta vez, leyendo en blogs y diarios (supongo que pasará algo similar en la radio y la tele) el modo en el que todos recuerdan a Fontanarrosa me pregunto si uno puede considerar amigo a un famoso, a alguien a quien nunca se conoció más allá de su obra o de los medios.
Elogiar a un muerto es natural. Pero Roberto Fontanarrosa está en la categoría de «los incuestionables», esos pocos personajes públicos de los que nunca nadie habló mal, ni como persona ni como profesional. Pero, a pesar de eso, el sentimiento no era respeto, sino cariño.
Cuando un chiste descubre lo que pensábamos (pero ignorábamos) y encima nos hace reir o sonreír; cuando leemos un cuento que transcurre en un bar y nos sentimos parte de esa mesa de amigos y hasta queremos opinar; cuando un libro parece hablado más que escrito, y necesitamos leerlo en voz alta a otro amigo… del otro lado tiene que haber algo más que un escritor o un dibujante.
Por eso, si solo nos cruzamos con él en esos segundos que le regalaba a cada lector en la cola de la Feria del Libro mientras dibujaba a Mendieta, ¿por qué nos pone tan tristes su muerte?
«El origen de los chistes orales generalmente es un misterio, nadie sabe de dónde salen. A mí me cuentan chistes míos sin saber que son míos. Una vez, estando en la cancha, escuché que un muchacho le contaba a su amigo un chiste que yo había hecho como si fuera una anécdota real. Ese tipo de situaciones me hacen gracia.»
(Roberto Fontanarrosa)