Dos revistas actuaron como semilla: «Sección Aurea», de Hermenegildo Sábat y «La Caja», de Tomás Abraham. Era la década final del siglo pasado y me dedicaba a estudiar en la carrera de Ciencias de la Comunicación en la UBA y a colaborar en algunos medios gráficos. Ese número de Sección Aurea estaba dedicado a «El periodismo», mechando obras de talentosos artistas plásticos con frases históricas sobre (contra) el periodismo y furcios de conductores de radio y tv. Ese número de «La Caja» tenía un texto de Claudio Uriarte con una descripción impiadosa del rol del periodismo y los periodistas en nuestras sociedades.
El proyecto de una revista contra el periodismo había nacido: la llamaría «Malas Palabras». Llegué a hacer un número completo, pero nunca se transformó en objeto. Todavía la tengo, guardada en una carpeta de «Los Tres Chiflados». Más de diez años después este espacio hizo posible que algunas de esas ideas fueran apareciendo, cada tanto, en forma de post.
Este sábado Claudio Uriarte resbaló de una escalera y se murió. Tenía 48 años. «Contribución a la crítica de la verdad periodística», tal el nombre del texto del que hablaba, se reproduce completo a continuación, a modo de homenaje. Recomiendo su lectura.
«Un demócrata de vieja cepa no pediría hoy libertad de prensa, sino libertad respecto de la prensa».
Oswald Spengler, La Decadencia de Occidente (1922)
Los diarios, semanarios, quincenarios y demás ediciones periódicas son publicaciones que sólo deberían salir de vez en cuando. El concepto mismo de periodicidad es lo que debe ser críticamente puesto en duda, tanto más en un mundo en el que el periodismo ha adquirido la legitimidad autorreferente y tautológica de un poder que se encuentra más allá de todo cuestionamiento, y en una sociedad en la que el periodismo ha sustituido efectivamente a la metafísica, la filosofía, la ideología social, la discusión de las ideas y hasta el mismo arte. Se diría que, a medida que estas disciplinas mueren como preocupaciones sociales, el periodismo las vampiriza para capitalizar sus desechos bastardos, como una inconsistente y cambiante ciencia de híbridos que reciclara todo pensamiento para volverlo lugar común, o bien lo acepta sólo cuando éste se había vuelto cliché. El periodismo no sólo sería colección de los fragmentos rotos del gran edificio de la historia, sino basurero de los pedazos en que se ha desmoronado toda reflexión sobre ella.
El periodismo ha otorgado legitimidad a una idea cuya única verdad son los ritmos de reproducción de la fuerza de trabajo de la productividad alienada: la noción de que el tiempo transcurre en períodos de 24 horas por día (o de una semana, o de un año). Los hechos, ante los que el periodismo se comporta como si fuera un recipiente hueco y neutro, se acumulan analizan y desmenuzan en sus prolijos compartimentos temporales como si fuera él lo que les diera forma, y cada tanto se publica un «balance semanal» o «mensual» o «del año» como si el almanaque fuera lo que verdaderamente definiera los límites, la duración y la mecánica de los procesos, y en inconsciente pero perfectamente consistente reproducción de la práctica de la empresa capitalista que a fin de año realiza su «memoria y balance»: se hace un equilibrio de entradas y salidas, de ingresos y deudas en la gran fábrica de procesamiento de la información (que es la materia prima de la que viven estos medios), y en esto se destruyen la idea de historia y el concepto de proceso histórico en el mismo momento en que los periodistas, con paradójica e involuntaria ironía, y como si quisieran curarse en salud del mismo sistema de banalización e intrascendencia a que los lleva su oficio, adornan su producción con adjetivos como «histórico», «trascendental» y «sin antecendentes», en parte porque la memoria de la que viven es breve, ignorante, aconceptual y fenoménica, y en parte porque necesitan volver a despertar permanentemente la atención de un proletariado intelectual de lectores abúlicos, convencerlos de repetir la compulsión de consultar el diario cada día. Sin duda, hay que preguntarse si es el periodismo el que destruye la historia o meramente refleja esta destrucción; si la historia misma no se ha vuelto periodística, mecánica y cuantitativa (en cuyo caso el periodismo sería su espejo fiel y funcional, a lo sumo un auxiliar privilegiado de sus medios de reproducción) y fundamentalmente debe aclararse una división metodológica: si se cree en un concepto de historia como universal, con sentidos, procesos, organicidad y lógica propias o si se la considera como un mero receptáculo de hechos. La posición de este artículo es la primera: si la posición del lector es la segunda, abandone la lectura y vaya a comprar el diario.