“Cuando pensamos en Europa no pensamos en la Abadía de Westminster, ni en la Catedral de Estrasburgo, ni en los tesoros de Florencia. Europa para nosotros son las cruzadas, los pogromos de Rusia. Auschwitz”. El portavoz de una asociación de supervivientes judíos del Holocausto contaba esto a finales de los años 40. Lo contaba porque dos terceras partes de su pueblo no vivían para hacerlo. Acababan de ser aniquilados. En realidad fue bastante sencillo: un estado europeo decidió eliminarlos; los agrupó y aisló del resto de población, los trasladó a campos de prisioneros y después los mató. En cámaras de gas, para ser más precisos. Uno tras otro, sin motivo, hasta formar una montaña de seis millones de cuerpos. Por suerte esta montaña nunca tomó forma, de modo que nos queda la cifra. Y la cifra, como casi siempre, no nos dice nada.
“Es muy sorprendente que todavía haya vida judía en Europa”, afirmaba no hace mucho en una entrevistaMichael Brenner, profesor de Historia Judía de la Universidad de Munich. Tan sorprendente como que, aunque sea de vez en cuando, los europeos no nos echemos las manos a la cabeza por lo sucedido. Y no solo por la masacre, que también, si no por haber dilapidado tal riqueza humana: siendo el 0,4% de la población mundial, los judíos poseen el 24% de todos los premios Nobel, por poner un ejemplo. Este texto tiene la pretensión final de ser eso: un echarse las manos a la cabeza por lo que hicimos.
Judíos occidentales vs. judíos auténticos
Unos 9,5 millones de judíos vivían en Europa en 1933, lo que suponía el 60% de la población mundial judía. Étnicamente se dividían en dos grupos: ashkenazim y sefardim. Los ashkenaz eran, en principio, los judíos que vivían en Alemania, sin embargo en los años 30 el término se extendió también a los judíos del noreste de Europa. Muchos de ellos hablaban yidish, un dialecto del alemán que se mezclaba con gramática hebrea y también eslava. Eran ashkenaz los judíos de Alemania, Polonia, Ucrania y Rusia. El otro grupo, los sefardim, era los judíos que descendían de los españoles expulsados a millares en el año 1492 (sefardí en hebreo significa español). Se instalaron, en su mayoría, en Gran Bretaña, Holanda y los Balcanes. Entre ellos hablaban ladino con frecuencia, dialecto del castellano que todavía hoy utilizan algunos sefarditas en los Balcanes o Israel y que, escrito, parece un castellano repleto de faltas ortográficas: “El djudeo-espanyol, djudio, djudezmo o ladino es la lingua favlada por los sefardim, djudios ekspulsados de la Espanya enel 1492. Es una lingua derivada del espanyol i favlada por 150.000 personas en komunitas en Israel, la Turkia, antika Yugoslavia, la Gresia, el Maruekos, Mayorka, las Amerikas, entre munchos otros“. Sin embargo, la división ashkenaz-sefardim no es la más clara para dibujar el mapa judío de Europa antes de la guerra. Mucho más real y pragmática es la división entre los judíos del este y del oeste.
Los judíos del este de Europa eran los “auténticos judíos”. Vivían en comunidades con una identidad étnica clara que prevalecía sobre la identidad territorial: los estados en los que habitaban definían su estatus judío en los documentos. Los judíos rusos, por ejemplo, tenían especificado en su pasaporte “Grupo étnico: judío” y “Nacionalidad: judío”. Esto les otorgaba un rol meridiano de pueblo diferenciado que estaba por encima —o al menos a la misma altura— del estado al que pertenecían, algo que les permitía mantener sus tradiciones, costumbres y formas de vida enteramente arraigadas. Especialmente en las zonas rurales, como la región de Galitzia, comprendida entre Ucrania y Polonia, donde habitaban muchos de estos “auténticos judíos”. Lo hacían en pueblos y aldeas llamados shtetls donde se hablaba yidish y prevalecían las leyes judías, las costumbres, las vestimentas y las tradiciones. Un pueblo de este tipo está perfectamente recreado en la película El tren de la vida. Su “autenticidad” viene de vivencias de intelectuales judíos de la época. El escritor alemán Alfred Döblin estaba a punto de convertirse al cristianismo —religión cercana a la educación reformista que había recibido— cuando decidió viajar al este de Europa para conocer más a fondo el judaísmo. Se trasladó a Polonia y en su libro Berlín Alexanderplatz escribió: “Aquí vi por primera vez judíos”. Él era judío. El también escritor Martin Buber, en susCuentos Jasídicos, dijo: “¡Ajá! ¡Estos sí son judíos auténticos!”. No es que los judíos occidentales fueran “menos judíos”, pero sí había una razón que explicaba reacciones como las de estos literatos: los estados occidentales no permitían una diferenciación étnica. Gran Bretaña, Holanda, Francia o Alemania definían oficialmente el judaísmo como una condición religiosa, por lo que sus ciudadanos judíos eran —por poner un ejemplo— “alemanes de fe judía”. Eso a pesar de que muchos de ellos eran judíos seculares, es decir, judíos no practicantes o incluso ni siquiera creyentes. Entre los judíos occidentales no había prácticamente relación o, al menos, había la misma que podía haber entre un alemán y un francés no judíos. Las comunidades judías de estos países vivían integradas en los estados, también en sus costumbres y condiciones. De hecho, y como recogen no pocos historiadores, los judíos alemanes de principios de siglo XX eran “auténticos patriotas alemanes”. De ahí que no existiesen comunidades como las del este. Un judío francés era, antes que nada, francés, y su relación con un judío alemán era, antes que nada, una relación con un alemán. El hecho de que tampoco tuvieran un idioma común, como el yidish en el este, les distanciaba todavía más.
Esta diferenciación entre judíos occidentales y orientales lleva, inevitablemente, a referirnos a la identidad judía. Se han escrito kilómetros de literatura acerca de la identidad judía y no tendría sentido volver a reescribirlos aquí. Ni siquiera los propios judíos se han puesto de acuerdo para responder a la gran pregunta: ¿qué es ser judío? Volviendo al profesor Michael Bremmer, este opina que, como pasaba antes de la Segunda Guerra Mundial, la identidad judía queda definida por el Estado: si este —como es el caso en la actualidad de la mayoría de países europeos—, considera el judaísmo solo una condición religiosa, entonces los judíos son eso, una religión. En este caso la halajá (ley judía) reconoce como judío a todo aquel de madre judía o al que se convierte al judaísmo. Pero si el Estado, como sucedía con la URSS, promueve las nacionalidades según las etnias, podría decirse que los judíos son una nación e incluso, por qué no, una etnia. Esta última opción abarca, además, a aquellos judíos no religiosos, pero que forman parte de una comunidad con historia, cultura, costumbres, religión y lengua propia. Esta definición se aproxima a la de las corrientes reformistas y liberales que contemplan el judaísmo como una condición más allá de la religión, es decir, como un pueblo. Incluso el humanismo judío sostiene que es judío todo aquel que se sienta judío, sin necesidad de que tenga ascendencia judía.
Aunque el debate sigue vivo, el Holocausto, por paradójico que parezca, unificó gran parte de los criterios. Antes de la guerra, occidentales y orientales ignoraban en gran medida un movimiento que había nacido años atrás, a finales del siglo XIX: el sionismo. El sionismo, entendido como el derecho del pueblo judío a poseer un Estado propio, no tenía peso ante una población plenamente integrada en Europa: en el oeste era patriotas de sus Estados y en el este los Estados les permitían desarrollar sus necesidades nacionales. No precisaban nada más y por eso los congresos sionistas celebrados en la década de los años 10 y 20 apenas tenían repercusión. Pero cuando los judíos europeos supervivientes se encontraron sin nada tras la guerra, la percepción cambió. Con perspectiva se puede ver que fue Alemania quien les dejó claro que, efectivamente, eran un pueblo. Y que por eso iban a ser eliminados. Así que la reflexión sionista es clara: “Si somos un pueblo tenemos derecho a una tierra”. El sionismo triunfó en posguerra y fue gracias —en gran parte— al nazismo, lo mismo que la identidad judía, reforzada hasta el extremo tras verse al borde del abismo.
Mapa judío de Europa antes de la Segunda Guerra Mundial
Según datos oficiales en 1933 vivían en la URSS 2,5 millones de judíos; el 36% fue asesinado. En Rumanía había casi un millón; fue exterminado el 47%. Entre Letonia, Estonia y Lituania albergaban a unos 250.000 judíos y el 70% fue eliminado. Alemania: 525.000 judíos, una cuarta parte asesinados. Hungría: 450.000 judíos, el 70% exterminado. Francia: 220.000 judíos, el 22% asesinado. Holanda, 160.000 judíos, el 71% eliminado. También fueron diezmadas las poblaciones judías de Austria, Bélgica, Eslovaquia, Yugoslavia, Grecia, Noruega y Luxemburgo. Pero si algo da forma a lo que fue este exterminio, si algo permite comprender las dimensiones de lo sucedido y deja ver cómo un próspero y fructífero pueblo fue barrido porque sí de Europa, ese algo es Polonia.
A excepción del siglo XIX, en el que vivió sometida al Imperio Ruso, podría decirse que Polonia ha sido, a lo largo de la historia europea, el paraíso de los judíos. Desde su fundación destacó por ser uno de los países más tolerantes del mundo, algo que la convirtió en destino prioritario para los judíos, expulsados entre el año 1100 y el 1600 de: Francia (cuatro veces), Alemania (tres veces), Hungría (dos veces), Silesia (dos veces), Lituania (dos veces), Gales, Inglaterra, Crimea, Austria, Portugal, Nápoles, Provenza, los Estados Pontificios y España, esta última la expulsión más numerosa de cuantas ha habido. Muchos de ellos se refugiaron en Polonia, hasta completar una población de tres millones. Sus raíces penetraron en la historia y cultura del país en el siglo XV, gracias al Rey Casimiro III (Kazimierz III, apodado El Grande, y que da nombre al barrio judío de Cracovia), quien confirmó y amplió los fueros judíos. Uno de sus sucesores, Alexander I, promovió la inmigración judía convirtiendo Polonia en un refugio para la población y, de paso, en un centro cultural y espiritual del judaísmo. Hasta tal punto que Polonia —pronunciado Polania en hebreo— es una palabra judía de buen augurio.
La presencia semita impulsó el país. Se construyeron escuelas, universidades e imprentas. Por primera vez en la historia se imprimió la Torah en hebreo, en la ciudad de Cracovia. Si bien la comunidad judía vivía con sus propias normas (basadas en el Talmud) y con sus propias autoridades (rabinos), poco a poco y hasta alcanzar el siglo XIX se fueron integrando en la vida polaca no judía, sobre en todo en las zonas urbanas, donde aumentaba el número de judíos laicos que formaban partidos políticos, sindicatos, empresas y todo tipo de asociaciones y círculos de poder. A comienzos del siglo XX la población judía en Polonia era numerosa, plena y establecida. Había judíos religiosos, laicos, rurales, urbanos, intelectuales, obreros, músicos, políticos, profesores, burgueses… Eran parte integral del país. Lo mismo sucedía en casi todos los demás estados. Los judíos estaban plenamente integrados en Europa. Nada invitaba a pensar en lo que se aproximaba.
No, no ocurrió de repente
Representemos el proceso que culminó con el holocausto con un suponer que se desarrolla en Polonia: La familia Dresner vive en la calle xxxx del barrio de Kazimierz, en Cracovia. Clase media, matrimonio con tres hijos, dos chicos y una chica. Casi la totalidad de vecinos del barrio son judíos, la zona emana vida, fluye la actividad: las mujeres van al mercado, los niños a las escuelas y los hombres al trabajo. Para cristalizar definitivamente esta imagen conviene ver la película Yidl con su violín, filmada en 1936 en el propio barrio. Mientras tanto, en Alemania, gana las elecciones el Partido Nazi, de extrema derecha. Nadie parece alertarse por ello. Y es que las cosas, aunque ahora las estudiemos como capítulos de la historia, como compartimentos estancos con personajes en blanco y negro sacados de la biblioteca, no ocurren de repente ni porque sí. No, no llegaron los nazis al poder y se pusieron a aniquilar judíos. No, no llegó Adolf Hitler a la presidencia y los judíos huyeron despavoridos (entre otras cosas porque no sabían quién era). No, lo que ocurría en Alemania no llegaba a oídos del resto de judíos europeos como llegaría hoy por cualquier canal de comunicación. Todo lo que sucedió fue lento, progresivo y tan inesperado como podría ser hoy en día. Y es que, al fin y al cabo, no fue hace tanto.
En el salón de la familia Dresner el calendario señala que es el siete de Nisán el de año 5693, esto es, el tres de abril de 1933. El padre, Itzak Dresner, lee en voz alta una noticia en el periódico: el gobierno alemán está impulsando un boicot contra negocios y empresas judías del país. Primeros comentarios, primeros rumores entre los vecinos. “Esto se veía venir”, suponemos que dirían. Se veía venir por cosas como el asesinato, pocos años antes, del político judío alemán Walter Rathenau a manos de la extrema derecha en Alemania. Durante los siguientes años, y a lo largo de toda su campaña electoral, el Partido Nazi propagó la idea de que los judíos habían sido los culpables de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Lo cierto es que todo el mundo tenía claro la que a la extrema derecha no le gustaba los judíos: los consideraban intrusos en una sociedad aria. Pero no hay tiempo para mucho más, los chicos tienen que ir a la yeshiva y el padre al trabajo. Anna, la madre, se queda recogiendo la mesa. Pocos días después el mismo periódico recoge que el gobierno de Alemania ha hecho pública y oficial una definición para judío: “Todo aquel que tenga padre o abuelo judío”. Itzak Dresner suelta una carcajada mientras golpea el periódico con el anverso de la mano. Los niños se pelean en la mesa ante la pasividad de su padre. A partir de la definición, el gobierno instaura una ley para la Restauración de la Administración Pública y el siete de abril de ese año expulsa a todos los trabajadores públicos no arios. “Dicen que algunas familias se están yendo de Alemania, que están viniendo a Polonia”, diría Anna. El mercado de trabajo para los judíos alemanes cada vez se estrechaba más. El ocho de abril la ley que regulaba el permiso para el ejercicio de la abogacía en Alemania prohibió la admisión de abogados de ascendencia no aria a la profesión. También expulsó a los que ya ejercían. La siguiente mala noticia la escuchó un vecino de los Dresner por la radio: el decreto sobre los servicios médicos otorgados por el plan de salud nacional negaba el reintegro de los gastos a los pacientes que consultaran a médicos no arios. “¡Qué barbaridad!”, exclamaría Itzak. “Alemania es un país serio y moderno, ¿qué está pasando?”. A estas alturas miles de judíos alemanes hacían las maletas, con más enfado que miedo. El gobierno les ahogaba y ellos salían a respirar. Entre los emigrados había familias burguesas de Berlín, patriotas alemanes descendientes de varias generaciones, que no comprendían nada de lo que estaba pasando. Los alemanes judíos veteranos de la Primera Guerra Mundial ni siquiera se lo podían creer.
En el colegio el profesor de los Dresner lee otro paso más en la inaceptable política alemana. La ley contra la superpoblación en las escuelas alemanas establece que el número de judíos inscritos en escuelas secundarias no podía superar el 1,5% del cuerpo estudiantil. Es 25 de abril de 1933. “¿A dónde van a llegar con esto?”, piensa el rabino. El 14 de noviembre de 1935 el gobierno nazi publica una nueva y definitiva definición de judío: “Toda persona con tres abuelos judíos, toda persona con dos abuelos judíos que perteneciera a la comunidad judía el 15 de septiembre de 1935, o se le hubiera unido con posterioridad a esa fecha; todo aquel que estuviera casado con un judío o con una judía el 15 de septiembre de 1935, o con posterioridad a esa fecha; todo aquel que hubiera nacido de un matrimonio o relación extramatrimonial con un judío el 15 de septiembre de 1935 o con posterioridad a esa fecha”. Sin quererlo —o queriéndolo, quién sabe— los nazis daban alas a la identidad judía para lo que restaba de siglo XX y parte del XXI.
“Es el colmo”, diría Iztak Dresner. Pero no lo era.
En 1938 Alemania invade Austria. La comunidad judía europea, por primera vez realmente alarmada, levanta la cabeza, abre los ojos y toma aire. Algo está pasando. Algo muy serio. 300.000 judíos alemanes y austríacos se largan. Un año después los rumores toman forma en el salón de los Dresner: los nazis se dirigen a Polonia. “Supongo que aquí no se atreverán a imponer semejantes leyes, el país se les quedaría vacío”. La guerra es rápida y desigual. Muchos judíos polacos participaron en ella. El 28 de septiembre de 1939 las botas nazis retumban en fascista desfile por la plaza de Rynek Glowny. La familia Dresner se pega a su vieja radio para escuchar entre interferencias. Alemania convierte la mitad del país (incluida Cracovia) en el Gobierno Central.
Esos días 80.000 judíos huyen precipitadamente del país, pero la mayoría se queda porque Francia e Inglaterra anuncian en paralelo que le han declarado la guerra a Alemania. Será cuestión de días, Polonia ya no está sola. Sin embargo, historia conocida, no fue cuestión de días y los judíos polacos sí se encontraron solos ante la maquinaria nazi. Los que se quedaron, como los Dresner, no tuvieron tiempo ni de reaccionar. El 12 de noviembre de 1939 el Dziennik Polski lleva en portada un anuncio del Gobierno General: todos los judíos de más de 12 años deberán llevar un brazalete identificativo, con la estrella de David bordada. El anuncio especifica medidas y forma. Los jóvenes se revuelven, se niegan a llevarlo, pero los violentos e imprevisibles soldados nazis que patrullan por las calles del barrio les convencen de que no es buena idea. El día 25 de ese mismo mes se decreta el cierre de todas las sinagogas y yeshivas del país. En un solo mes los judíos polacos, hasta hacía pocos días sumidos en su apacible vida, se ven señalados y diferenciados. El clima se torna espeso. Nadie tiene claro qué está ocurriendo. “¿Por qué no nos vamos?”, propone Anna. Pero ya es tarde.
“No pueden matarnos, nos necesitan”
El siguiente paso que dio el gobierno nazi fue el más brusco en la progresión que tuvo lugar desde las primeras leyes hasta las cámaras de gas. Tras marcarlos y aislarlos legal y laboralmente, Alemania decidió desahuciar a las familias judías de sus casas y envió a la mayoría a pueblos y zonas apartadas. A otros, sobre todo trabajadores, los estableció en barrios aislados dentro de la ciudad. Les explicaron que desde ahora esas serían sus casas, tal y como marcaba la ley, y que ahí desarrollarían su vida. Les enviaron planos de sus nuevos pisos y les escoltaron hasta el que iba a ser su hogar. La familia Dresner, como tantas otras, y con la incredulidad en el rostro, cogió sus pertenencias y se dirigió al barrio de Podgorze, al sur de la ciudad. 15.000 personas llegaron en solo unos días. Los vecinos seguían a la expectativa. “Es intolerable que nos hagan vivir amontonados a todos en el mismo barrio”, diría Itzak. “¡Me quitan mi casa!”. Al tercer día, desde la ventana, los Dresner contemplaban cómo los soldados levantaban un muro de hormigón. El barrio se convirtió en pocas semanas en un gueto, sin comida, sin medicinas, sin dinero. Sin armas.
El proceso se repetía en todos los países tomados por Alemania y con presencia judía. Sorprendentemente los nazis se encontraban, en no pocas ocasiones, con la entusiasta colaboración de la población local. En algunos incluso se formaron movimientos fascistas que perseguían por su cuenta a los judíos. Es el caso de la Guardia de Hierro en Rumanía, la Guardia de Flecha en Eslovaquia o la inestimable colaboración del ejército croata. La excepción, valga escribirlo y que se recuerde, estuvo en Bulgaria y Dinamarca, donde se protegió decididamente a los judíos. También hubo grupos clandestinos que lucharon a favor de los judíos, como el grupo Joop Westerweel en Holanda, el Zegota en Polonia y el movimiento Assisi en Italia. Pero, para escarnio de la posteridad europea, esto fue la excepción.
En 1941 miles de judíos comienzan a ser enviados a campos de trabajo. Es en este período donde muchos judíos toman definitiva conciencia de cuál será su final. Otros tantos, ante el secretismo y los engaños de los nazis, se resisten a creerlo. Esta dualidad fue la que impidió un levantamiento y resistencia a gran escala y se refleja perfectamente en películas fundamentales como El pianista o La lista de Schilnder, en las que discuten entre ellos: “Nos van a matar”. “No, no pueden prescindir de todos nosotros”. Sencillamente ni los judíos ni el resto del mundo desarrollado podían concebir lo que se acercaba. A pesar de haber dado ya intolerables pasos contra ciudadanos europeos, nadie podía imaginar que Alemania pusiese sobre la mesa la Solución Final. ¿Acaso lo imaginaríamos hoy?
La oscuridad
Cuando se establecieron los campos —y a diferencia de todas las medidas antijudías anteriores, que habían ido saliendo en la prensa— el secretismo acerca del destino de los judíos aumentó. La información recogida por los corresponsales era cada vez más escasa hasta alcanzar el oscurantismo. El primer informe que habla sobre un plan para llevar a cabo el asesinato masivo de los judíos salió de Polonia por contrabando a cargo del Bund (organización política socialista judía) y llegó a Inglaterra en la primavera de 1942. Los detalles de dicho informe fueron suministrados a los Aliados por fuentes del Vaticano y por informantes de Suiza y del movimiento clandestino polaco. Posteriormente, a finales de noviembre de 1942, el gobierno de Estados Unidos envió a los líderes judíos la confirmación de los informes. Fueron publicados en forma inmediata. Días después los Aliados hicieron una declaración oficial repudiando todo ataque a la población judía. No hicieron mucho más. No hubo bombardeos a campos de concentración ni a líneas de ferrocarril que conectaran con ellos, tal y como solicitaron varias asociaciones judías de Estados Unidos y Reino Unido. No hubo, ni siquiera, peticiones de no colaboración a las autoridades locales. Y mientras tanto los nazis hacían creer a los prisioneros judíos que serían reasentados en el Este, donde vivirían en mejores condiciones.
Aunque hubo focos de resistencia —como el levantamiento en el gueto de Varsovia, que duró cinco semanas, o unidades partisanas judías, que actuaron en diversas zonas del centro y este de Europa, como Baranovichi, Minsk o Vilna (una de estas unidades es recreada, a su estilo, por Quentin Tarantino en Malditos Bastardos)—, aunque hubo focos de resistencia, decíamos, los nazis actuaron a placer. La Solución Final se llevó a cabo. Puede que no al cien por cien, pero se llevó a cabo. Tras las deportaciones, los guetos y los campos de trabajo, finalmente llegaron las cámaras de gas. Al principio fueron asesinatos aislados, después en masa, sistemáticos. Los últimos días antes del fin de la guerra, las familias judías llegaban a los campos, bajaban del tren, se desvestían ante unas chimeneas que expulsaban humo y cenizas y entraban en las cámaras de gas. Miles y miles cada día. Los nazis lograron asesinar a seis millones de judíos.
La nueva Europa, sin judíos
El paisaje resultante fue desolador. La existencia judía fue barrida de Europa. Pueblos enteros desaparecieron, a regiones como Galitzia no les quedó ni el rastro de lo que un día fueron. El barrio judío de Cracovia, donde vivían los Dresner, ya no existía. No quedaba una sola familia judía donde hacía solo unos pocos años Iztak leía el periódico, Anna iba al mercado y los niños acudían a la escuela. Lo mismo sucedió en Ámsterdam, Varsovia, Minsk, Vilna, Budapest, Atenas, Bucarest… Europa borró a un pueblo milenario en solo cuatro años. Basta con viajar hoy en día a cualquier ciudad del Este de Europa para comprobar que nada queda donde hace poco prosperaba la vida judía.
Por si fuera poco, la masacre se llevó por delante una cultura e intelectualidad sin parangón. Bruno Apitz, Imre Kertesz, Anna Frank, Primo Levi, Violeta Friedman, Roman Polanski, Jean Amery, Hermann Leopoldi, Petr Ginz… son solo algunos de los que murieron o padecieron los campos, lo que invita a preguntarse: ¿Cuántos genios anónimos y sus descendientes habrá perdido la humanidad esos años?
De los 9,5 millones de judíos que había en 1933 en Europa, quedaron 3,5 millones al final de la guerra. Sin duda, el holocausto nazi fue un éxito.